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Cultura

De cómo aprendí a leer

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Para Gabriel, Alba y Nuria.

Mi entrañable afecto por las letras nació en los luminosos días de mi infancia, que no fueron luminosos porque todo estuviera resuelto en casa y uno anduviera feliz con traje de marinerito y toda la cosa. Todo lo contrario. Esos años transcurrieron entre el denodado esfuerzo de la abuela y de mamá, quienes trabajaban duramente para que en la mesa pudiera brillar la cazuela con un delicioso guiso de cerdo en espesa salsa roja, a la cual todos acercábamos nuestra olorosa tortilla recién salida del horno, al final yo recogía devotamente los últimos untos de la sartén de barro, relamiéndome de gusto los dedos y la comisura de los infantes labios.

Fueron tiempos duros, ahora lo sé. Sin embargo, por entonces uno tan sólo podía ver la alegría de los juegos, la hora de partir a la escuela primaria en calidad de oyente –yo tenía recién cumplidos cinco años y no podían inscribirme oficialmente en las listas escolares.

Debo decir que no acudí al Jardín de niños, era demasiado para la bolsa materna. Pero tampoco me enviaron a la escuela Aida, con una dulce señora que enseñaba a los niños del rumbo los rudimentos del Silabario de San Miguel, lo cual era una sólida base para ingresar al siguiente periodo.

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No, no fui. Pero mis reiteradas ansias de explorador, incluidoras de idas a la corriente para el riego agrícola conocida como canal 33 -de donde se regresaba casi siempre con piojos-, y de vagancias como acompañante de un voceador de El Satélite, provocaron la preocupación de mamá Rosa, quien a la tercera queja de la abuela Nita Tolo no lo pensó dos veces y le rogó encarecidamente a la maestra Cottier anotara al niño en un grupo de primer grado, más como castigo que con la incierta esperanza de que algo aprendiera el pequeño barbaján.

Recuerdo ese primer pasaje accidentado. Cinco meses pasados en el aula de una sonriente profesora de cara redonda y ondulados cabellos dieron como resulto mi asomo a las primeras letras, con aquellas lecciones donde se mentaba a un tal Pepe que pedía la pelota y un Luis que la pisaba, para al final decir que la pelota era de todos; con libros en cuya funda la madre patria enarbolaba –con su cara mestiza- una gran bandera tricolor.

Y digo accidentado, pues al término de esos meses mamá se trasladó a la ciudad de México para auxiliar a una su hermana paridora de un tercer hijo, llevándome con ella. En aquel lugar, en una colonia con nombre de poeta, fundada por hombres y mujeres llegados de los más recónditos lugares del país, pudieron mandarme -otra vez de oyente- a la escuela Carlos Bauer (nunca supe quién fue aquel señor). Al terminar el ciclo escolar, luego de un estira y afloja causado por mi calidad de amateur, pudieron obtener mi boleta acreditadora del primer grado de primaria. Mamá brincaba de gusto, su rupestre boy scout obtenía calificaciones aprobadoras. 

Mas no propició este hecho mi aproximación a la lectura, digo, al menos a la literatura en forma. No. Tampoco lo hicieron los reglazos propinados por la magíster Lourdes, cuya mayor afición era juntar los cinco dedos de cada escolapia mano y sobre los pulpejos dejar caer el borrador  a una velocidad de relámpago, mientras una sonrisa canija le florecía en la boca. Como no lo indujeron las peleas de salón organizadas por el maestro Eufemio: Cada tanto tomaba a dos muchachillos de similar carnadura y los empujaba a enfrascarse en una gratuita riña para solaz del grupo, profesor incluido.

A veces pienso que ese afecto pudo venir de las noches en que mamá se acostaba conmigo a medio patio, bajo el estrelladísimo cielo, sobre la áspera superficie de henequén de un catre, para contarme las fábulas de Conejo y Coyote. Mamá que regresaba a las ocho y media, luego de una jornada de doce horas de trabajo, para regalarme la sabrosura de los cuentos.

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Quizá el paso iniciático lo haya motivado, sin percatarse de ello, el guía de quinto grado al contarnos algunos cuentos de vez en cuando. Dichos con gracia, los relatos del menudo Saúl Ruiz llegaban al animado corazón de los alumnos, tanto que al salir de la escuela lo primero que hacía era tirar los bártulos, calzarme un calzoncillo deportivo, y dirigirme a casa de la familia Urbieta, unos vecinos que mercaban diariamente el periódico Esto y semanalmente una fotorrevista llamada Novelas de amor. Aquí nació sin yo saberlo mi afición por las letras, por los libros.

Ahí en esa casa, arrullado por la infatigable máquina de coser de doña Luz, me entregaba a la devoración de notas deportivas, a la leída interesada de las crónicas donde se narraba la última pelea del Mantequilla Nápoles, de Ultiminio Ramos, del Púas Olivares o los goles anotados por equipos avecindados a ochocientos kilómetros de distancia. Ahí mismo, desde la fotonovela, observaba los acartonados besos de incipientes actores, diálogos insostenibles y casas cuya existencia yo ignoraba.

Varios años sucedieron de esta manera. Después abordé con avidez las novelas resumidas impresas en los libros de la secundaria, los poemas aparecidos en El declamador sin maestro, hasta que llegados mis quince años junté unos centavos, suficientes –supuse- para mis propósitos, y me dirigí a la Librería Claudia, la única de Juchitán. Corría el año de 1974.

Traspuesto el umbral, mi cuerpo se convirtió en un enorme signo de interrogación; qué comprar, me pregunté. Detrás del mostrador de madera surgió la figura madurona del teniente Hinojosa, con una mirada también de interrogación a la cual siguió la pregunta fatal: -¿Qué quieres? -De un fondo irremediable, de lo más profundo de un suspiro alcancé a responder: Un libro.

-¿Y cuál quieres?

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-No sé.

-Cómo no vas a saber, si eso es lo que vienes a comprar.

-Sé que vengo a comprar un libro, pero no se cuál –fue mi revire.

-¿De cuento? ¿de poesía? ¿de novela?

-No sé –insistí en mi ignorancia.

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Y era cierto. Cómo iba a saber, si en casa los únicos ejemplares que existían eran los textos escolares de física, química o los de topografía que ya mi hermano estudiaba. Cómo, si la abuela no le inteligía a la castilla y mucho menos a la lectura; si a mamá yo le ayudé en su aprendizaje de las primeras  letras. De dónde.

Vista mi soledad en ese bosque de papel, el teniente acudió con una recuperada inteligencia en mi ayuda.

-Entra, busca, revisa y toma el que más te guste.

Así lo hice. Debo explicar que aunque el local no era muy grande, desde mi pequeña estatura –medía por entonces un metro con cuarenta centímetros- los anaqueles se veían enormes. Por un largo rato deambulé por el lugar, hojeaba y ojeaba los volúmenes, los cuentos para colorear, los libros de poesía, alguna novela, pero no hallaba algo que llamase mi atención lo suficiente. Hasta que me encontré con un ejemplar de pasta delgada, con hojas ligeramente amarillentas y unas letras minúsculas.

Comencé a leer atraído por el pasaje singular narrado ahí, la descripción del escenario y los pasos inciertos del solitario hombre habitante de una isla. Regresé a la portada y vi los caracteres que anunciaban: Robinson Crusoe, Daniel de Foe. Quise, por mera curiosidad, conocer el año de la edición y me topé con una grata coincidencia: 1959, el año de mi nacimiento.

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Con la felicidad envolviendo mi rostro, volteé hacia el teniente y le mostré el libro.

No recuerdo si leí tres o cuatro veces aquellas aventuras antes de prestárselas a alguien. Nunca más volvió don Robinson a mi casa. Pero el recuerdo de la magnífica lectura persistió hasta que mi hermano, ya trabajador, un día me puso ante los ojos el catálogo de una empresa vendedora de libros a través del servicio postal. A vuelta de correo, la primera página de mi pedido anunciaba: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía recordaría la vez en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.

De esta suerte llegué a la literatura, de este modo conocí a García Márquez, así comenzó el camino. Después, comencé a escribir.

 

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Cultura

Juana Hernández López: La Voz de la Mixteca que resuena en la Guelaguetza 2024

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Una vida de lucha y dedicación que une fronteras y preserva la riqueza cultural de su comunidad

Oaxaca de Juárez, Oaxaca.- (Cortamortaja) 22 de Junio de 2024.- En el corazón de la Guelaguetza, la festividad más emblemática de Oaxaca, ha emergido una figura que encarna la resistencia, el amor por la cultura y la dedicación incansable a su comunidad. Juana Hernández López, originaria de Santiago Juxtlahuaca, ha sido coronada como la Diosa Centéotl 2024, una distinción que celebra no solo su belleza y carisma, sino también su extraordinaria trayectoria y compromiso social. Hoy, en un momento aún más significativo, Juana celebra su 65 cumpleaños, un detalle que añade más emoción y significado a su historia de vida.

Juana no es solo una docente de español e historia; es una narradora de la realidad y una guerrera por la justicia educativa. Su camino ha estado marcado por la adversidad y la migración, habiendo tenido que dejar su amado Juxtlahuaca para buscar oportunidades en Estados Unidos. Esta experiencia no la quebrantó, sino que la fortaleció, convirtiéndola en una voz poderosa para la comunidad migrante mixteca.

En Fresno, California, Juana tomó las riendas de Radio Bilingüe, entendiendo que cuando los migrantes cruzan las fronteras, llevan consigo más que pertenencias; llevan su lengua, su cultura y su identidad. Desde los micrófonos de la radio, Juana se convirtió en un faro para aquellos que añoraban su tierra, ofreciendo no solo información y compañía, sino un puente que conectaba corazones divididos por la distancia.

El regreso de Juana a Juxtlahuaca no fue un retorno a la comodidad, sino una extensión de su misión. Desde 2019, ha dirigido un programa en XETLA, La Voz de la Mixteca, donde comparte su lengua materna, las tradiciones ancestrales y las historias de la comunidad migrante. A través de las ondas radiales, sigue tejiendo la trama de su cultura, manteniéndola viva y vibrante.

Juana Hernández López no solo representa a las mujeres de su comunidad; representa a todas aquellas personas que han tenido que abandonar su hogar en busca de un futuro mejor. Su historia es un testimonio de resiliencia y pasión, un recordatorio de que la cultura es un tesoro que nos sigue, nos define y nos une, sin importar cuán lejos estemos de nuestro lugar de origen.

Hoy, como Diosa Centéotl y celebrando sus 65 años, Juana ilumina la Guelaguetza con su presencia y su historia, una luz de esperanza y fortaleza para todos aquellos que, como ella, creen en el poder transformador de la educación y la cultura.

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Cultura

Cuentos y dichos del niño y el adulto zapoteca espinaleño

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Profesor Luis Castillejos Fuentes / Libro El Espinal: génesis, historia y tradición / Foto: Internet

El terror a la muerte es la base del animismo primitivo de los zapotecas y los niños de antaño, mezcla resultante en alguna forma de este grupo étnico, traen consigo esta mentalidad que tiende a manifestarse en su vida cotidiana. La oscuridad de la noche era propicia para que, sentados sobre un pequeño montículo de arena fresca de río, la chamacada contara historias  sobre fantasmas: “Guenda ruchibi”. Unas veces las oían en voz de los “viejos”, otras de  algún niño que con buena memoria se las transmitía. Se hablaba del bidxaa, espíritu de alguien que se creencia le atribuye madad, que se hace presente o no, deambula en lo oscuro provocando ruidos y gritos extraños imitando la expresión gutural de algún animal. El “sombrerote,” personaje vestido elegantemente y “con mucha plata” para ofrecerla al incauto que cae en su seducción y dominio, convertirlo en su vasallo y llevarlo a vivir lejos, en la cumbre de una montaña o en alguna cueva para en un momento dado hacer el “mal” a otros, pues supónese que tiene pacto con el diablo, binidxaba. Se Cuenta también la historia de “la llorona”, mujer vestida de una blanca y sudada manta que gime desgarradoramente, ya que de esta forma expresa que su alma en pena vaga hasta que algo pendiente que ella dejó en el mundo de los vivos se vea realizado. Todos, “entes” imaginarios, pero eso sí con la creencia de ser portadores del mal y en la charla se da como si lo que se expone fuera una realidad, que aunque provoque miedo,  se torna, interesante para la mente infantil.

En el ambiente de pueblo, todo mundo se conoce, se respeta y se saluda. Y no falta alguien peculiar en su modo de ser, que lo hace distinto del otro, ya sea por poseer  congénito o adquirido algún vicio, cualidad, virtud, etc., sea por defecto físico o por algún hábito fuera de lo común que despierta curiosidad, gracia, burla, admiración y risa en niños y adultos. Este tipo de personaje se hace “relevante”, queda su dicho y su hecho para el comentario grato: Tá Llanque Castillejos “Chiquito”, empedernido tomador de mezcal, su saludo es un grito desgarrado y su gracia colocar un cigarrillo de hojas sobre sus pobladísimas cejas y exhibirse, “zou náa la o zahua lii” ese era su dicho habitual,  José “Huipa” ex-soldado de leva en la revolución, donde alcanzó el grado de cabo, traumado por lo que sufrió en sus andanzas y de mal comer en la brega, después de ingerir “anisado” marchaba solo por las calles haciendo ademanes con saludo militar. Genaro Clímaco, Naro Lele por sus largas extremidades inferiores, semejando al alcaraván, con unas copas que impactaban su cerebro le daba por filosofar: “si tu mal no tiene remedio, porqué sufres y si tu mal tiene remedio también porqué sufres” solía decir con cierta visión premonitoria hacia lo que en la vida es bueno o es malo. Ta Rafé Lluvi, músico por afición y por su adicción al “trago” ya no lo contrataban, de un instinto vivaz, con un papel u hoja verde de lambimbo sobre un peine, de su ronco pecho entonaba melodías para que algún parroquiano le obsequiara una copa y después a su “banquete” que era residuo de tortilla y sobras de comida que con los cerdos compartía en una canoa de madera. Y Tá Rafé aguantó más de un siglo a pesar de esa “vida”. Erasmo Toledo perspicaz y agudo charlador, su plática amena y entretenida despertaba interés y sus frases quedan: Naa Tá Llamo. Xi tal xa llac, le dice un amigo a otro, zaquezi naa marínu. ¿Cómo estás? es la pregunta y la respuesta, es “como siempre”, aunque hayan pasado varios años, hasta los 81, que ya pesaban sobre el cuerpo de Beto Marinu y que por lo mismo no podía conservarse igual, y tiempo después fue hallado muerto en un basurero.

 En las fiestas patrias, la noche del grito y el desfile obligado del l6 de septiembre, con la tabla calisténica organizada por el profesor Bruno Escobar Fuentes, acto muy concurrido porque era de regocijo para la gente del pueblo. Era especie de fiesta popular. Al terminar  el acto literario y el presidente municipal en turno de dar “el grito”, la concurrencia abandonaba el escenario. Quedaban algunos, ya “encopetados”, que a la voz de tribuna libre arengaban a la multitud: Ta Queño Cueto ngüí, Pedro Ché Vale, José “Huipa” y otros, lo hacían habitualmente, sus dichos incoherentes y burlones sobre algún hecho que la autoridad hacía mal, provocaba risas entre los espectadores para luego abandonar el lugar hasta el amanecer.      

Allá por los años cuarenta, antes de abrirse la carretera internacional, mercaderes oaxaqueños, “vallistos”, pasaban por Espinal, estancia de descanso después de un largo peregrinar. Cargaban sobre sus espaldas gruesas y pesadas pacas de pescado seco de san Mateo del Mar para llevar a Oaxaca. Tenían que cruzar en el trayecto la sierra de Guevea y Escuintepec y bajar a Mitla. En algún corredor de casa grande, estancia descansaban y los niños por curiosidad se asomaban y los rodeaban para hacerles picardía, robar algo de su mercancía mientras dormían y reírse de su indumentaria y de su menudo pero macizo cuerpo, al mismo tiempo, admirar su resistencia.

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El apodo para diferenciar al común ciudadano o simplemente para distinguirlo de otro, es de uso común  en los pueblos zapotecas, Al sustantivo se le acompaña con un adjetivo para la fácil identificación: así se dice de Luis “nanchi”, Luis “niño”, Luis “valor”, Luis “guitu”, de José; ché “cuachi”, ché “benda”, ché “bachana”, ché “tita”, ché “huabi”, ché “mistu”, de Antonio; Toño “morral”, Toño “músico”, Toño “neta”, Toño “llúu”, etc.

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