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Cultura

¿Hay posada?

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No recuerdo el número ni el nombre de todos. Tal vez éramos cuatro, pero la memoria quiere traer solamente a los hermanos Javier y Vicente Escudero para decirme que con ellos salíamos por las noches, de siete a nueve, aproximadamente, a partir del dieciséis de diciembre, con la primera posada, a recorrer las calles y casas de la primera, tercera y cuarta sección juchitecas.
Parados frente a las puertas declarábamos nuestra solicitud: ¿Hay posada? Y entonces, la dueña de la casa en cuestión respondía según fuera su talante, sus ganas de escuchar un breve cántico a honras del Niño Dios. Si era afirmativa la voz, nos dejaba entrar y nos prosternábamos, que es como se dice en palabra borgeana “nos hincábamos”, ante la mesa de los santos.
Pero si no había buena voluntad o no se tenían unas monedas para corresponder, nos daban las gracias y a otra parte.
En el primer caso, Javier, que tenía algún conocimiento en reparar radios, oprimía un pequeño apagador y ¡eureka! se hacía la luz al interior de una pequeña caja de madera, donde habíamos montado un pesebre con heno, animalitos de plástico, pastores, reyes magos, María, José y el niño que habría de nacer el veinticuatro por la noche. Enseguida comenzaba el cántico, en cuya letra se decía “alabando a Dios quítense el sombrero, porque en esta casa vivió un caballero; vivió un caballero, vivió un general, les pido licencia para comenzar…”.

(Mas no todos los niños que salían con su portalito –su portal pequeño-, como le llamaban a esta escenografía, no todos –digo- se sabían los versos en buen español. Varios grupitos, mejores hablantes de la lengua zapoteca, iniciaban su letanía con un “alabanderior quítate el sombrero, porque en esta casa vivióncaballero; vivióncaballero, vivióngeneral…”. No paraba ahí la cosa, cuando la versada original anunciaba: “toque la pandereta, ruido y más ruido, porque la profecía ya se ha cumplido”, los pequeños cantores enunciaban: “toque la caldereta, ruido y más ruido, porque la policía ya se ha cumplido…”.)
El coro silvestre que formábamos terminaba su pequeña presentación, de unos tres minutos, con unos versos donde se amenazaba inocentemente: “si no pagas miáguinaldo, miáguinaldo, ya lo pagarás con Dios, ya lo pagarás con Dios”. Ante el peligro que se cernía sobre ellos, los dueños de la casa nos daban dos monedas de a diez centavos o una de a veinte, con lo cual nos dábamos por bien servidos, pues luego de los ocho días (hasta el veintitrés) que duraba aquella nocturna procesión, sumábamos lo recaudado para repartirlo casi igualitariamente. Digo casi, porque Javier reclamaba invariablemente los derechos de autor provenientes de la instalación lumínica.
Nuestro grupo coral duró unos cuatro años. Así que teníamos establecida una clientela anual, donde destacaba de manera importante Na Lou, una mujer espiritista –espiritualista, me corrige la profesora Margarita-, que nos recibía de la manera más cordial que se pueda uno imaginar a esa edad. Cada una de las noches le daba posada a nuestros encajonados peregrinos, lo que incluía dos monedas de a veinte y café con pan. Su bondad se extendía hasta el veinticuatro, pues nos invitaba a “acostar el niño” en un nacimiento grande, montado en la pequeña tejavana que le servía de consultorio para atender durante las mañanas a dolientes físicos y a personas con dolores en el alma.
De esa posada salíamos enjaezados con un gorrito de cartón multicolor, un silbato llamado espantasuegra, seguramente por el horrendo sonido que producía y por la lengua larga que formaba al desplegarse frente a nuestras narices cuando se le soplaba. Nos llenaba Na Lou una bolsa con dulces de La vaquita y de menta, con chicles moneda, con galleta animalito (así le decíamos a unas galletas con forma de pequeños caballos, quizás en traducción de mani’ huiini’ al español) y con pirulís que tenían adosados una dulcísima uva pasa que la memoria bien recuerda.
Para el veinticinco formábamos un grupo más numeroso, con el cual recorríamos andadura similar a la del portalito. Se buscaba previamente una pareja que hiciera de Huela y Huelo (abuela y abuelo), misma que debía bailar no necesariamente con cadencia, mientras los demás cantábamos unos disparatados versos alusivos al año que estaba ya a una vuelta de concluir, que prefiguraban el marco para que en un momento dado el Huelo cayera a tierra y la Huela lo levantara con fingido esfuerzo.
Esta correría alcanzaba su fin el veintinueve de diciembre, periodo para los huelitos, pues los dos días subsecuentes eran ocupados por los grandes, que salían mejor disfrazados, con acompañamiento de guitarras o flauta de carrizo y muni o, en el mejor de los casos, con una banda de aliento. Por supuesto que estos últimos recibían mejores propinas, también caminaban mucho más y con un horario más amplio. Era cosa de ver el monumental nalgatorio que le obsequiaban a la Huela, junto a unos senos de provocador tamaño, ligados a unos movimientos sensualones.
En aquellos años de la infancia, la vestimenta de la Huela consistía en huipil y enagua, acaso peluca y huaraches, con la infaltable máscara de cartón-papel maché. Tiempo después comenzamos a verlas con minifaldas, ajustadas blusas, lentes oscuros y bolsos fifís. Cuando los estudios nos llevaron a la ciudad de México y regresábamos de vuelta por vacaciones de invierno, el baile huelero se podía apreciar ya desde la mañana por el centro de la ciudad, todavía sin mototaxis que lamentar; los jóvenes disfrazados de Huela, habían sido relevados ya por muxhes, quienes disminuyeron más el tamaño de las prendas y aumentaron la procacidad del baile.
La poesía, el trabajo de doce horas diarias, el alcohol, me alejaron un poco del mundanal ruido. De manera que cuando me vine a dar cuenta, el portalito había desaparecido de mis calles, dejando tras de sí tan solo el recuerdo de los versos dificultosamente dichos, un par de animalitos de plástico y la noticia brumosa del fallecimiento de Na Lou. Su casa, ubicada en el centro, al final de un callejón que colinda con el Jardín de niños Cosijoeza, fue ocupada temporalmente por el impresor Marianito Valdivieso Alias, avezado en eso de las bebidas espirituosas.
Quizás la recurrente crisis económica, y la ausencia de portalitos, provocaron que los pequeños huelos comenzaran su temporada más temprano, apenas pasada la última procesión guadalupana. Cosa que duró algunos años.
Hoy que la pelotera de la vida me ha extendido carta de naturalización en Santa María Xadani, me entero que los huelitos también están en vías de extinción. Asimismo es de mi conocencia, por voz de doña Reyna, que los muxhes están cediendo la plaza (¿tendrá qué ver con algún tipo de violencia?), de igual forma ha disminuido el número de grupos hueleros (¿tendrán algo qué ver los maleantillos domésticos?). De cualquier manera, huelos y portalitos están pasando a formar parte del Juchitán de los recuerdos.
Santa María Xadani, año nuevo del 2015.

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Cultura

Juana Hernández López: La Voz de la Mixteca que resuena en la Guelaguetza 2024

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Una vida de lucha y dedicación que une fronteras y preserva la riqueza cultural de su comunidad

Oaxaca de Juárez, Oaxaca.- (Cortamortaja) 22 de Junio de 2024.- En el corazón de la Guelaguetza, la festividad más emblemática de Oaxaca, ha emergido una figura que encarna la resistencia, el amor por la cultura y la dedicación incansable a su comunidad. Juana Hernández López, originaria de Santiago Juxtlahuaca, ha sido coronada como la Diosa Centéotl 2024, una distinción que celebra no solo su belleza y carisma, sino también su extraordinaria trayectoria y compromiso social. Hoy, en un momento aún más significativo, Juana celebra su 65 cumpleaños, un detalle que añade más emoción y significado a su historia de vida.

Juana no es solo una docente de español e historia; es una narradora de la realidad y una guerrera por la justicia educativa. Su camino ha estado marcado por la adversidad y la migración, habiendo tenido que dejar su amado Juxtlahuaca para buscar oportunidades en Estados Unidos. Esta experiencia no la quebrantó, sino que la fortaleció, convirtiéndola en una voz poderosa para la comunidad migrante mixteca.

En Fresno, California, Juana tomó las riendas de Radio Bilingüe, entendiendo que cuando los migrantes cruzan las fronteras, llevan consigo más que pertenencias; llevan su lengua, su cultura y su identidad. Desde los micrófonos de la radio, Juana se convirtió en un faro para aquellos que añoraban su tierra, ofreciendo no solo información y compañía, sino un puente que conectaba corazones divididos por la distancia.

El regreso de Juana a Juxtlahuaca no fue un retorno a la comodidad, sino una extensión de su misión. Desde 2019, ha dirigido un programa en XETLA, La Voz de la Mixteca, donde comparte su lengua materna, las tradiciones ancestrales y las historias de la comunidad migrante. A través de las ondas radiales, sigue tejiendo la trama de su cultura, manteniéndola viva y vibrante.

Juana Hernández López no solo representa a las mujeres de su comunidad; representa a todas aquellas personas que han tenido que abandonar su hogar en busca de un futuro mejor. Su historia es un testimonio de resiliencia y pasión, un recordatorio de que la cultura es un tesoro que nos sigue, nos define y nos une, sin importar cuán lejos estemos de nuestro lugar de origen.

Hoy, como Diosa Centéotl y celebrando sus 65 años, Juana ilumina la Guelaguetza con su presencia y su historia, una luz de esperanza y fortaleza para todos aquellos que, como ella, creen en el poder transformador de la educación y la cultura.

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Cultura

Cuentos y dichos del niño y el adulto zapoteca espinaleño

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Profesor Luis Castillejos Fuentes / Libro El Espinal: génesis, historia y tradición / Foto: Internet

El terror a la muerte es la base del animismo primitivo de los zapotecas y los niños de antaño, mezcla resultante en alguna forma de este grupo étnico, traen consigo esta mentalidad que tiende a manifestarse en su vida cotidiana. La oscuridad de la noche era propicia para que, sentados sobre un pequeño montículo de arena fresca de río, la chamacada contara historias  sobre fantasmas: “Guenda ruchibi”. Unas veces las oían en voz de los “viejos”, otras de  algún niño que con buena memoria se las transmitía. Se hablaba del bidxaa, espíritu de alguien que se creencia le atribuye madad, que se hace presente o no, deambula en lo oscuro provocando ruidos y gritos extraños imitando la expresión gutural de algún animal. El “sombrerote,” personaje vestido elegantemente y “con mucha plata” para ofrecerla al incauto que cae en su seducción y dominio, convertirlo en su vasallo y llevarlo a vivir lejos, en la cumbre de una montaña o en alguna cueva para en un momento dado hacer el “mal” a otros, pues supónese que tiene pacto con el diablo, binidxaba. Se Cuenta también la historia de “la llorona”, mujer vestida de una blanca y sudada manta que gime desgarradoramente, ya que de esta forma expresa que su alma en pena vaga hasta que algo pendiente que ella dejó en el mundo de los vivos se vea realizado. Todos, “entes” imaginarios, pero eso sí con la creencia de ser portadores del mal y en la charla se da como si lo que se expone fuera una realidad, que aunque provoque miedo,  se torna, interesante para la mente infantil.

En el ambiente de pueblo, todo mundo se conoce, se respeta y se saluda. Y no falta alguien peculiar en su modo de ser, que lo hace distinto del otro, ya sea por poseer  congénito o adquirido algún vicio, cualidad, virtud, etc., sea por defecto físico o por algún hábito fuera de lo común que despierta curiosidad, gracia, burla, admiración y risa en niños y adultos. Este tipo de personaje se hace “relevante”, queda su dicho y su hecho para el comentario grato: Tá Llanque Castillejos “Chiquito”, empedernido tomador de mezcal, su saludo es un grito desgarrado y su gracia colocar un cigarrillo de hojas sobre sus pobladísimas cejas y exhibirse, “zou náa la o zahua lii” ese era su dicho habitual,  José “Huipa” ex-soldado de leva en la revolución, donde alcanzó el grado de cabo, traumado por lo que sufrió en sus andanzas y de mal comer en la brega, después de ingerir “anisado” marchaba solo por las calles haciendo ademanes con saludo militar. Genaro Clímaco, Naro Lele por sus largas extremidades inferiores, semejando al alcaraván, con unas copas que impactaban su cerebro le daba por filosofar: “si tu mal no tiene remedio, porqué sufres y si tu mal tiene remedio también porqué sufres” solía decir con cierta visión premonitoria hacia lo que en la vida es bueno o es malo. Ta Rafé Lluvi, músico por afición y por su adicción al “trago” ya no lo contrataban, de un instinto vivaz, con un papel u hoja verde de lambimbo sobre un peine, de su ronco pecho entonaba melodías para que algún parroquiano le obsequiara una copa y después a su “banquete” que era residuo de tortilla y sobras de comida que con los cerdos compartía en una canoa de madera. Y Tá Rafé aguantó más de un siglo a pesar de esa “vida”. Erasmo Toledo perspicaz y agudo charlador, su plática amena y entretenida despertaba interés y sus frases quedan: Naa Tá Llamo. Xi tal xa llac, le dice un amigo a otro, zaquezi naa marínu. ¿Cómo estás? es la pregunta y la respuesta, es “como siempre”, aunque hayan pasado varios años, hasta los 81, que ya pesaban sobre el cuerpo de Beto Marinu y que por lo mismo no podía conservarse igual, y tiempo después fue hallado muerto en un basurero.

 En las fiestas patrias, la noche del grito y el desfile obligado del l6 de septiembre, con la tabla calisténica organizada por el profesor Bruno Escobar Fuentes, acto muy concurrido porque era de regocijo para la gente del pueblo. Era especie de fiesta popular. Al terminar  el acto literario y el presidente municipal en turno de dar “el grito”, la concurrencia abandonaba el escenario. Quedaban algunos, ya “encopetados”, que a la voz de tribuna libre arengaban a la multitud: Ta Queño Cueto ngüí, Pedro Ché Vale, José “Huipa” y otros, lo hacían habitualmente, sus dichos incoherentes y burlones sobre algún hecho que la autoridad hacía mal, provocaba risas entre los espectadores para luego abandonar el lugar hasta el amanecer.      

Allá por los años cuarenta, antes de abrirse la carretera internacional, mercaderes oaxaqueños, “vallistos”, pasaban por Espinal, estancia de descanso después de un largo peregrinar. Cargaban sobre sus espaldas gruesas y pesadas pacas de pescado seco de san Mateo del Mar para llevar a Oaxaca. Tenían que cruzar en el trayecto la sierra de Guevea y Escuintepec y bajar a Mitla. En algún corredor de casa grande, estancia descansaban y los niños por curiosidad se asomaban y los rodeaban para hacerles picardía, robar algo de su mercancía mientras dormían y reírse de su indumentaria y de su menudo pero macizo cuerpo, al mismo tiempo, admirar su resistencia.

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El apodo para diferenciar al común ciudadano o simplemente para distinguirlo de otro, es de uso común  en los pueblos zapotecas, Al sustantivo se le acompaña con un adjetivo para la fácil identificación: así se dice de Luis “nanchi”, Luis “niño”, Luis “valor”, Luis “guitu”, de José; ché “cuachi”, ché “benda”, ché “bachana”, ché “tita”, ché “huabi”, ché “mistu”, de Antonio; Toño “morral”, Toño “músico”, Toño “neta”, Toño “llúu”, etc.

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