La simbología que nos convierte en “ciudadanos universales”, es aquella pautada desde la ideología que propicie la neutralidad de un lenguaje manteniendo lo original de la práctica cultural y legitime los aspectos de apropiación que los sujetos determinen por “simple minoría”.

La “simple minoría” vendría siendo, entonces, la medida que ya no abarque a la tiranizada forma de conducirnos como “línea de ensamblaje” en una sociedad abarcadora, manteniendo un pensamiento homologado que en la práctica obedece órdenes que se desentienden con las sutilezas de una vida como proyecto. México reacciona ante tanto embudo cultural que ya aqueja a buena parte de la población que vive como “minoría” y que no espera que lo rescate la simbología nacionalista que nos ha venido acostumbrando a quehaceres que a tabula rasa se demuestran incompetentes en el presente siglo.

La Guelaguetza es esa fiesta occidental que mercantiliza el obraje colonial y que convierte el mestizaje en la nueva religión que los mexicanos debemos atesorar como si se nos permitiera vivir soportando esta nueva contribución por nacer en una entidad federativa a la que se le ocurrió este modo de conducirse para quedar bien con la federación. A Aguascalientes se le ocurrió la “Feria de San Marcos”, a Guadalajara la “Feria Internacional del Libro” (FIL GDL), a Guanajuato el “Festival Cultural Cervantino” y si a ellos les ha salido bien la jugada por no contrastar tanto su contexto colonial, Oaxaca cree que se enseñorea (por aquello del calificativo “señorazgo”) cuando se le achaca una gran idea como lo es la organización de la Guelaguetza. Vivimos una ilusión óptica cuando atesoramos algo que no sabemos bien a bien si juzga la originalidad de lo que a pertenencia cultural reclama la sociedad oaxaqueña.

Oaxaca ahora mismo vive una disparidad en sus regiones que no representan las fronteras que se les impuso como demarcación política. Por eso la política es ajena a la emancipación cultural, no comparte el mismo camino y en ocasiones niega a la cultura en donde supuestamente se origina su legitimidad. Un ejemplo claro: el Istmo de Tehuantepec ha sido una región que viene lamentándose depender de un territorio tan amplio y tan poco consecuente con su desarrollo productivo. No es casual que sea en el Istmo, donde las delegaciones dancísticas se disputan la posibilidad de representar a esta región, desde la delación y la hipocresía hacia el centro. Oaxaca ha tenido que alimentar a las nuevas y emblemáticas delegaciones del Istmo de Tehuantepec, debido a que las delegaciones tradicionales ya han sido superadas en los márgenes de sus coreografías puristas y escasamente exóticas. Ahora, lo “exótico” vende más, de ahí que las delegaciones nuevas en la región del Istmo se vean exigidas de un himno nuevo (“nacionalismo extrovertido”), que como la veleta, se ondula cada que nuevos vientos surcan su horizonte exótico y rústico, dejando atrás a los “remeros” que dependían de la tracción humana para el avance de tan obstinada “nave guelaguetziana de antaño”.

En otro lugar, publiqué el 8 de noviembre de 2015, lo siguiente.

“A tono con la mediación del nuevo ‘look’ cosmético de los gobernantes, la Guelaguetza que se le heredaría a Murat, ya se vislumbra como el semillero de complacencias recíprocas entre la vida galante y las veleidades que se oportunan ante un mundo contrastante. La danza ‘desindianizada’ (Bonfil dixit), en el peor de los casos, basa su recompensa en la división internacional del trabajo. Las regiones, en su ufana selección, llegan representadas por entidades decorativas descentralizadas, olvidándose del proyecto de vida de los pueblos autónomos.”

En materia de discurso emancipador, la Guelaguetza no dice nada nuevo y menos favorecedor de esta práctica ilustrada que ha olvidado la genuflexión y “arribismo” a los regímenes que se encuentran listos a instalarse con la anuencia de las supuestas “alternancias políticas”. En algunas publicaciones donde comparto créditos, he leído de “villamelones queda bien”, la complacencia que se le debe a un régimen oaxaqueño a quien se le manifiesta prestigio a sus instituciones o personajes, que sólo a novatos e ingenuos asombraría.

Oaxaca como régimen no ha producido mucho en aspiraciones culturales legítimas, se hace un cargo de conciencia gratuito de que lo ha superado la federación u otras entidades federativas en sendas campañas culturales innovadoras, y con ese pretexto, Oaxaca le exige a sus pobladores que contribuyan con sus cuotas de participación en hornadas de carne joven que no han terminado de deslegañarse la visión corporativa, alienada y abastecida de programas asistenciales que pueden clasificar las dádivas otorgadas para que en papel se armonice con los incentivos decorativos de una federación que se encarga de presumir un control sumiso de lo que administra como población obcecada. No en balde, Oaxaca, de manera frívola, ha alimentado oficios “ex profeso”, que invaden cada centro caciquil oaxaqueño y de manera cretina, se han confabulado con pobladores y mecenazgos para asumirse como los nuevos gurús de los “usos y costumbres”. Práctica costumbrista que se esmera por tecnificarse de espionajes más diversificados y con mejor nivel de encubrimiento. En una publicación que existe del 11 de marzo de este año, que me permití escribir, comenté que:

“La cara bonita de la entidad se ha llenado de antropólogos y etnólogos que se aventuran a torcer los designios de una afición por la evidencia de forma que no es la pesquisa de fondo: la Guelaguetza. ‘Los oaxaqueños son los danzantes’, es la reducción o compresión (acción y efecto de comprimir) de una simplificación social…”.

ACERCA DE JOSÉ NOÉ MIJANGOS CRUZ

Profesor Universitario. Promotor de Jornadas Universitarias de Divulgación. Articulista de @mundodelabogado. Opinólogo en @nvinoticiasoax y @MexicanTimes. Citadino por devoción, provinciano por vocación. Sugiere debates sobre temas relacionados con: desarrollo sustentable y sostenible, ecología pedagógica, derechos humanos, turbocapitalismo, desterritorialización e hiperconsumo.