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Los Entierros en el Istmo*

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Los nativos del istmo de Tehuantepec no tienen, como los otros pueblos aborígenes de la República, un gran desprecio por la vida. Al contrario la aman y la apellidan dulce. Aman la vida, pero no les importa estar ya muertos. Y es que estos hombres se someten, sin posición, a la voluntad de los dioses, como los griegos con quienes sin insistir me place compararlos; saben que llegada la hora – núhna – nadie puede cambiar el curso del acontecer.

A una raza tan fuerte como ella, que cree muy poco en la inmortalidad del alma, que de las supersticiones le interesa más el rito que la mera superstición, de la que es más exacto decir que se vale para aumentar su vigilancia; que acostumbra decir que la vida no retoña y que hay que cortar las flores hoy mismo; y que por ello ninguna idea ultraterrena complica su valor, le basta unas cuantas lagrimas para resignarse.
Pero entonces se preguntará: ¿por qué lloran tanto cuando algún miembro de su familia muere, y camino del panteón varias veces se desmayan las madres, las hijas, las viudas?
Yo mismo nunca pude presenciar un entierro en Juchitán, sin que esta pregunta me obsesionara durante varios días, hasta que escarbando – operación sin la cual no puede entenderse ni una costumbre indígena de cualquier de los grupos que se trate -, descubrí sus recónditos motivos. No es el acontecimiento, no; tampoco la presencia de la muerte que necesariamente aterra y consterna, lo que hace llorar en forma tan desesperada a los deudos, y también a sus amigos y acompañantes.
Y como no puede entenderse por una mentalidad forastera que gentes extrañas sumen su llanto al llanto ajeno, se creó la leyenda de las plañideras; en efecto, tal parece que no habiendo dolor, solo por paga se puede llorar a alguien con quien nada liga.

entierro Istmo
Gentes con tanta exuberancia verbal, cuya lengua es capaz de expresar los más sutiles matices del pensar y del sentir, necesitan del grito que los multiplica y enardece para entrar en combate; del lamento para ablandar la entraña, por naturaleza endurecida en ellos. Su propia voz las enajena. Y sojuzgadas por la locura hacen afirmaciones temerarias; vueltos a la cordura, el orgullo no les deja retractarse. Y la leyenda de su valor es ya una verdad; camino de la jactancia que es un defecto, arriban a la lealtad a la palabra dicha, lo que ya es una virtud. Como las palabras que dicen durante los entierros aluden a un gran pesar, han de aparecer finalmente las lágrimas y el desmayo, para probar su existencia.
Empieza la lamentación verbal. Se establece una búsqueda laboriosa, desesperada, de las palabras más exactas, más plenas de sentido para expresar el dolor; llegan hasta lo más lejano del sentimiento, hasta que de pronto surge la palabra deseada; la repiten sin cesar y van acumulándolas hasta que una derrama el pozo. Y entonces las lagrimas a raudales para ilustrar el discurso, la lamentación. A veces se valen de la lengua castellana para lamentarse – castellano con sintaxis zapoteca y que no es remoto que engendre hilaridad -; la lengua extranjera adquiere en ese trance significados tan misteriosos; repetir sus palabras sin alcanzar de modo exacto su connotación, dice tanto en su medio entender, que el sentimiento se esfuerza en poner aquello que la lengua no puede dar; y por esta mecánica extrañísima se crean estados de angustia avasalladora.
Pero si todo no fuera suficiente ahí va, delante del cortejo, envistiendo el silencio del atardecer, la banda de música, que no hay entierro que no se cuente: música alegre para los entierros de niños y adolescentes; fúnebre, para el de los adultos. Y como nunca es más grande la desventura que cuando se complica con el recuerdo de los días dichosos, la música alegre es tan eficaz para mover el llanto como la otra. Tocan unas marchas de Chopin, de Wagner, de Bach, pero de ellos solo queda el leimotiv, la melodía central de la que cada músico nativo que no puede evitar su participación en el luto, cuelga melodías personales improvisadas, y registros que traducen el lamento que no pueden formular. La música original esta ya de tal amera diluida, que ya es casi una música autóctona, en virtud de esos matices que toda tierra comunica a las acciones de sus hombres y que no hay gramática que pueda explicar.
Durante los velorios, se trata de la muerte de jóvenes y niños, se queman cohetes. Lirico el cohete se resuelve, él también, en una lluvia de lágrimas. Veinticuatro horas de pésames, de recuerdos, de música, suscitan un pesar, parecidísimo a la muerte.
El deudo puede valerse de las fórmulas de lamentación que ya existen, pero puede crearlas si le place: y aquí se encuentran sin contradecirse en realidad, y solo de manera aparente, un dolor con un orgullo, nada quita al deudo creer más grande su pena que todas las hasta ese momento conocidas: lamentarse en forma, la más bella, no quiere decir que se desvirtué la desgracia; sucede que el que sigue viviendo ha de cuidar de su reputación, ya intelectual, ya sentimental.
Una viuda puede decir: “¿Por dónde iré para encontrarte? Yo no sé por dónde nace el sol, ni por dónde muere. Tú lo sabías y me guiabas”. Cuando mi padre murió se repitió desoladoramente este grito: “¿Con quién dejaste, Arnulfo, las prendas (los hijos) que tanto amabas? Mañana sólo quedará de ti el recuerdo, en el dulce nombre. Y comeré mi pan húmedo en llanto”. Como en un verso de Pérez de Ayala. Si ha muerto un hijo, se oye: “Lucero de mis mañanas. Vena de mi corazón. Prenda de oro. Piedra de mis ojos”. Una hija, madre y esposa virtuales, inspiran una lamentación que comprende el arrullo, en el elogio, algo que recuerda la letra; los símiles, las estrofas, las imágenes, se construyen con motivos que aluden a la blancura, a la pureza, a la virginidad y, también, a la esperanza frustrada de ser la hija quien debió de llorar y desmayarse en el entierro de la madre. “Espejo que alumbra mi casa. Azucena que perfumó mi vida. Estrella que brillaba al medio día. Flor muerta en botón. Virgen que me custodiaba. ¿Quién habrá de llorar y desmayarse cuando yo muera?” Cuando una hija entierra a la madre, la tierra misma se entenebrece: “Madre que nueve meses me guardaste en tu vientre. Que me diste con la luz de tus pechos. Ya nunca volveré a verte, porque sin luz y en tinieblas me he quedado. ¿Es verdad, Dios, que de este tamaño mi desventura? Madre, vuelve por mí. Dios mándame con ella”. Si ya ha muerto la madre, a quien por jerarquía indeclinable le corresponde el texto de la queja, la muerte del padre representa un suceso gigante: es la orfandad completa. Pero la hija llora sin mayor texto, porque él corre siempre por cuenta de la viuda. Los hijos, los esposos, lloran generalmente en silencio. Pero no es raro el caso de que un hombre dé voces, pero en boca nunca la voz escala la dramaticidad. Ninguna como la mujer del Istmo para dar a las palabras en el arrullo, o en la queja, en la burla o en el alago, matices tan inesperados. En el entierro de los hermanos dice el nombre del desaparecido con un orgullo que derrama maternamente el nombre de la boca. Dirán, por ejemplo: “Murió Benito Valdivieso”, – tal si tuviera fama regada en la ciudad.
La noche que sigue al entierro los hombres son más lúbricos. Ya he dicho: Adán le busco el sexo a Eva por olvidar su desventura.
A la mañana siguiente no es remoto oír en el mercado: – ¡Que alegre estuvo el entierro!; fue mucha gente.
-Sí. ¡Y qué bonito llora esa familia!

•Tomado del Periódico “NEZA”/Órgano mensual de la Sociedad Nueva de Estudiantes Juchitecos/Enero de 1936

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Cultura

Juana Hernández López: La Voz de la Mixteca que resuena en la Guelaguetza 2024

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Una vida de lucha y dedicación que une fronteras y preserva la riqueza cultural de su comunidad

Oaxaca de Juárez, Oaxaca.- (Cortamortaja) 22 de Junio de 2024.- En el corazón de la Guelaguetza, la festividad más emblemática de Oaxaca, ha emergido una figura que encarna la resistencia, el amor por la cultura y la dedicación incansable a su comunidad. Juana Hernández López, originaria de Santiago Juxtlahuaca, ha sido coronada como la Diosa Centéotl 2024, una distinción que celebra no solo su belleza y carisma, sino también su extraordinaria trayectoria y compromiso social. Hoy, en un momento aún más significativo, Juana celebra su 65 cumpleaños, un detalle que añade más emoción y significado a su historia de vida.

Juana no es solo una docente de español e historia; es una narradora de la realidad y una guerrera por la justicia educativa. Su camino ha estado marcado por la adversidad y la migración, habiendo tenido que dejar su amado Juxtlahuaca para buscar oportunidades en Estados Unidos. Esta experiencia no la quebrantó, sino que la fortaleció, convirtiéndola en una voz poderosa para la comunidad migrante mixteca.

En Fresno, California, Juana tomó las riendas de Radio Bilingüe, entendiendo que cuando los migrantes cruzan las fronteras, llevan consigo más que pertenencias; llevan su lengua, su cultura y su identidad. Desde los micrófonos de la radio, Juana se convirtió en un faro para aquellos que añoraban su tierra, ofreciendo no solo información y compañía, sino un puente que conectaba corazones divididos por la distancia.

El regreso de Juana a Juxtlahuaca no fue un retorno a la comodidad, sino una extensión de su misión. Desde 2019, ha dirigido un programa en XETLA, La Voz de la Mixteca, donde comparte su lengua materna, las tradiciones ancestrales y las historias de la comunidad migrante. A través de las ondas radiales, sigue tejiendo la trama de su cultura, manteniéndola viva y vibrante.

Juana Hernández López no solo representa a las mujeres de su comunidad; representa a todas aquellas personas que han tenido que abandonar su hogar en busca de un futuro mejor. Su historia es un testimonio de resiliencia y pasión, un recordatorio de que la cultura es un tesoro que nos sigue, nos define y nos une, sin importar cuán lejos estemos de nuestro lugar de origen.

Hoy, como Diosa Centéotl y celebrando sus 65 años, Juana ilumina la Guelaguetza con su presencia y su historia, una luz de esperanza y fortaleza para todos aquellos que, como ella, creen en el poder transformador de la educación y la cultura.

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Cultura

Cuentos y dichos del niño y el adulto zapoteca espinaleño

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Profesor Luis Castillejos Fuentes / Libro El Espinal: génesis, historia y tradición / Foto: Internet

El terror a la muerte es la base del animismo primitivo de los zapotecas y los niños de antaño, mezcla resultante en alguna forma de este grupo étnico, traen consigo esta mentalidad que tiende a manifestarse en su vida cotidiana. La oscuridad de la noche era propicia para que, sentados sobre un pequeño montículo de arena fresca de río, la chamacada contara historias  sobre fantasmas: “Guenda ruchibi”. Unas veces las oían en voz de los “viejos”, otras de  algún niño que con buena memoria se las transmitía. Se hablaba del bidxaa, espíritu de alguien que se creencia le atribuye madad, que se hace presente o no, deambula en lo oscuro provocando ruidos y gritos extraños imitando la expresión gutural de algún animal. El “sombrerote,” personaje vestido elegantemente y “con mucha plata” para ofrecerla al incauto que cae en su seducción y dominio, convertirlo en su vasallo y llevarlo a vivir lejos, en la cumbre de una montaña o en alguna cueva para en un momento dado hacer el “mal” a otros, pues supónese que tiene pacto con el diablo, binidxaba. Se Cuenta también la historia de “la llorona”, mujer vestida de una blanca y sudada manta que gime desgarradoramente, ya que de esta forma expresa que su alma en pena vaga hasta que algo pendiente que ella dejó en el mundo de los vivos se vea realizado. Todos, “entes” imaginarios, pero eso sí con la creencia de ser portadores del mal y en la charla se da como si lo que se expone fuera una realidad, que aunque provoque miedo,  se torna, interesante para la mente infantil.

En el ambiente de pueblo, todo mundo se conoce, se respeta y se saluda. Y no falta alguien peculiar en su modo de ser, que lo hace distinto del otro, ya sea por poseer  congénito o adquirido algún vicio, cualidad, virtud, etc., sea por defecto físico o por algún hábito fuera de lo común que despierta curiosidad, gracia, burla, admiración y risa en niños y adultos. Este tipo de personaje se hace “relevante”, queda su dicho y su hecho para el comentario grato: Tá Llanque Castillejos “Chiquito”, empedernido tomador de mezcal, su saludo es un grito desgarrado y su gracia colocar un cigarrillo de hojas sobre sus pobladísimas cejas y exhibirse, “zou náa la o zahua lii” ese era su dicho habitual,  José “Huipa” ex-soldado de leva en la revolución, donde alcanzó el grado de cabo, traumado por lo que sufrió en sus andanzas y de mal comer en la brega, después de ingerir “anisado” marchaba solo por las calles haciendo ademanes con saludo militar. Genaro Clímaco, Naro Lele por sus largas extremidades inferiores, semejando al alcaraván, con unas copas que impactaban su cerebro le daba por filosofar: “si tu mal no tiene remedio, porqué sufres y si tu mal tiene remedio también porqué sufres” solía decir con cierta visión premonitoria hacia lo que en la vida es bueno o es malo. Ta Rafé Lluvi, músico por afición y por su adicción al “trago” ya no lo contrataban, de un instinto vivaz, con un papel u hoja verde de lambimbo sobre un peine, de su ronco pecho entonaba melodías para que algún parroquiano le obsequiara una copa y después a su “banquete” que era residuo de tortilla y sobras de comida que con los cerdos compartía en una canoa de madera. Y Tá Rafé aguantó más de un siglo a pesar de esa “vida”. Erasmo Toledo perspicaz y agudo charlador, su plática amena y entretenida despertaba interés y sus frases quedan: Naa Tá Llamo. Xi tal xa llac, le dice un amigo a otro, zaquezi naa marínu. ¿Cómo estás? es la pregunta y la respuesta, es “como siempre”, aunque hayan pasado varios años, hasta los 81, que ya pesaban sobre el cuerpo de Beto Marinu y que por lo mismo no podía conservarse igual, y tiempo después fue hallado muerto en un basurero.

 En las fiestas patrias, la noche del grito y el desfile obligado del l6 de septiembre, con la tabla calisténica organizada por el profesor Bruno Escobar Fuentes, acto muy concurrido porque era de regocijo para la gente del pueblo. Era especie de fiesta popular. Al terminar  el acto literario y el presidente municipal en turno de dar “el grito”, la concurrencia abandonaba el escenario. Quedaban algunos, ya “encopetados”, que a la voz de tribuna libre arengaban a la multitud: Ta Queño Cueto ngüí, Pedro Ché Vale, José “Huipa” y otros, lo hacían habitualmente, sus dichos incoherentes y burlones sobre algún hecho que la autoridad hacía mal, provocaba risas entre los espectadores para luego abandonar el lugar hasta el amanecer.      

Allá por los años cuarenta, antes de abrirse la carretera internacional, mercaderes oaxaqueños, “vallistos”, pasaban por Espinal, estancia de descanso después de un largo peregrinar. Cargaban sobre sus espaldas gruesas y pesadas pacas de pescado seco de san Mateo del Mar para llevar a Oaxaca. Tenían que cruzar en el trayecto la sierra de Guevea y Escuintepec y bajar a Mitla. En algún corredor de casa grande, estancia descansaban y los niños por curiosidad se asomaban y los rodeaban para hacerles picardía, robar algo de su mercancía mientras dormían y reírse de su indumentaria y de su menudo pero macizo cuerpo, al mismo tiempo, admirar su resistencia.

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El apodo para diferenciar al común ciudadano o simplemente para distinguirlo de otro, es de uso común  en los pueblos zapotecas, Al sustantivo se le acompaña con un adjetivo para la fácil identificación: así se dice de Luis “nanchi”, Luis “niño”, Luis “valor”, Luis “guitu”, de José; ché “cuachi”, ché “benda”, ché “bachana”, ché “tita”, ché “huabi”, ché “mistu”, de Antonio; Toño “morral”, Toño “músico”, Toño “neta”, Toño “llúu”, etc.

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