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Viajar en tren

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Ixtepec Tren

Tengo en medio de la frente, como si fuera un claro espejo de la memoria, la primera vez que viajé en tren. Andaba por los once años y no era más que un tlaconete avispado, con menos de metro y veinte de alzada. Eran tiempos, lo recuerdo siempre con una enorme sonrisa, en que nos disputábamos la compra de los cuatro ejemplares de una revista especializada en lucha libre, deporte que nunca jamás vi presencialmente, sino cuando un lustro después la televisión llegó a casa.

Marín, Pastrana y yo, salíamos como relámpago de la secundaria, a la hora del recreo, para llegar justo en el momento en que Chalín –el viejo desenvolvía el paquetito y con él surgía un aroma de tinta y papel nuevo.
Seis ojos miraban aquello como obstetra en su primera asistencia de parto.
Mis amigos juntaban sus pesos, con lo cual pagaban por la adquisición de las revistas, enseguida me obsequiaban una y se jugaban a un volado la sobrante. Debo decir que el objeto de todo ese ceremonial era dejar sin el número en cuestión a otro amante virtual del pancracio, un tal Genaro que luego fue devorado por la lengua hirviente del alcohol, víctima propiciatoria de un amor fallido.
Pues justamente el padre de Pastrana fue quien me dio la oportunidad de hacer mi primer periplo por ferrocarril. Un recorrido de acaso cuarenta y cinco minutos que nos llevó de Juchitán a la estación Reforma, en donde bajamos para enseguida abordar una carreta y dirigirnos a San Francisco del mar, que por entonces aún no se dividía en Pueblo viejo y Pueblo nuevo, pero ya las dunas cercanas comenzaban a causar miedo entre los doscientos habitantes. Decían que sobre aquellas arenas de Dios avanzaba un viborón enorme que podría engullirse a cualquier cristiano; esa fue la razón inicial para comenzar a despoblar el lugar y trasladarse a la otra orilla del estero.
Pero en tren pasamos por Sidar, una parada cuyo nombre le fue dado porque al parecer en ese paraje el piloto de avión Pablo Sidar hizo un aterrizaje para recargar combustible, en un viaje que le llevó hasta saber dónde. Adelantito, en Unión Hidalgo, se dejó escuchar un murmullo de loros exóticos, un parloteo feliz que identifiqué al asomarme a la ventanilla del vagón.
Eran las paisanas que ofrecían en diáfano zapoteco su mercancía, con su correspondiente traducción. Queré pollo, queré huevo, gritaban con un acento aprendido seguramente en sus travesías veracruzanas, por donde anduvieron de bayunqueras.

Ixtepec Tren
Al momento mercamos tres órdenes de pollo adobado, arroz y tortillas de horno.
Luego don Saúl llamó al encargado del estanquillo ambulante para pedir unos refrescos. Creo que solo hubo otro viaje igualmente feliz que ése, y fue el ocurrido un año antes, en la primera vez que salí de casa sin la mano materna, rumbo a Agua dulce, pasandito Coatzacoalcos, guiado por el ceño eternamente fruncido del tío Ponciano.
Ese fue mi primer viaje en tren. Sin embargo, el segundo, ocurrido diez años más tarde, no tuvo igual fortuna, ni de cerca.
Estudiaba por entonces en la ciudad de México una romántica licenciatura. Al aproximarse la temporada de Semana santa, que el calendario laico de la Secretaría de Educación nombra Vacaciones de primavera, recibí una invitación para competir en unas carreras de a pie en Monterrey. La oferta era tentadora pues jamás había puesto mi alma en tal lugar, solo que el bolsillo no andaba precisamente en jauja. Con cautela hice mis cuentas, vi que podía hacer unos ajustes para poder gastar unos pesillos en la tierra del cabrito y el Cerro de La silla, así que me apunté para ir, total, el hotel y la comida estaban asegurados.
Pasamos haciéndola de cabritos en aquel lugar, asándonos en la calle con el fuego lento de la primavera norteña, cobijándonos al amparo de las tiendas que, para mi inocente asombro de ese tiempo, todo el día tenían encendidos sus aparatos de aire acondicionado.
Fueron cuatro días con gastos pagados, aunque sin gloria alguna, pero eso sí, estuve a punto de pescar una insolación a media carrera, sobre el comal de la pista atlética.
Llevado por el calor insoportable y por la necia idea de traer algunos obsequios, no medí mis fuerzas monetarias, dándome a tomar gaseosas y comprar chucherías, de tal modo que al final de este paseo no me quedaba más que lo justo para tomar el tren a Juchitán y apurar un par de magras comidas en el trayecto. Me habían informado que el viaje de México al Istmo, con trasbordo en Veracruz, duraba veinticuatro horas seguidas.
Así pues, me presenté en la taquilla de la antigua estación de Buenavista, donde ahora dicen que se levanta una biblioteca tamaño caguama, mandada a construir por un presidente cultísimo apellidado Fox. Bueno, la tal caguama gotea tanto en época de lluvias que tal parece que anduviera uno en una laguna y no en la catedral de los libros.
Pedí el boleto a Juchitán. Una amable taquillera me informó que no existía viaje directo a tal lugar, por lo cual era necesario tomar rumbo hacia el puerto de Veracruz, bajarse allí, comprar otro billete y tomar el tren a la tierra prometida. He de haber puesto una cara de sorpresa demasiado evidente pues la joven me aclaró:
-Pero no se preocupe, esta corrida llega justo una hora antes de que arranque la de allá; así que usted vaya con confianza; primero Dios, llegará a tiempo.
Contagiado por las palabras y los gestos de la taquillera, pedí mi boleto para enseguida regresar a casa a preparar el equipaje y descansar un poco.
Apenas habían transcurrido tres horas desde que bajara del autobús que nos trajo de Monterrey.
Al atardecer estaba de vuelta en Buenavista, un gentío se agolpaba en los andenes y salas de espera. Recordemos que se iniciaban ya las vacaciones.
Con toda calma me dirigí al puesto correspondiente a mi corrida.
Cuando faltaban pocos minutos para las ocho de la noche, una voz anunció por los parlantes la proximidad de mi salida. Caminé hacia un vagón, al pie del cual un inspector dio el visto bueno a mi papelito y subí. Ahí comenzó el martirio.
Mi tranquilidad y desconocimiento de las mañas apropiadas en estos trances me condujeron a quedarme sin asiento, los lugares ya estaban ocupados, por lo que no quedó más remedio que acomodar mis posaderas encima de mi maleta, cerca del baño. Pero la fe de la boletera me acompañaba y no pensé más que en la llegada a casa al día siguiente. Por fortuna, entre las incontables paradas hechas por el tren se desocupó una butaca y pude sentarme un tanto más cómodo. Me parece haber comprado un pan con café antes de la medianoche; eso y asomarme a ver las estrellas constituyeron el relajante apropiado para comenzar a caer en el sueño.
Al despertar, ya entrada la mañana, lo primero que hice fue aprovechar la primera parada con el fin de echarme un bocado. No lo hubiera hecho. Cuando pregunté la hora al vendedor de revistas, me respondió: -pasadita de las once, joven.
-Y cómo cuánto falta para llegar a Veracruz- volví a preguntar.
-Uuy, puede echarse otro coyotito. Todavía ni llegamos a las barrancas de Metlac-. Me contestó, como si yo fuera un habitual viajante de esos lugares.
-Pero, cuánto falta-. Insistí con vehemencia. -Unas dos horas-. Fue el remate del bigotón uniformado.
¡San Vicente! me salió del corazón antes de comenzar a pensar en el otro tren. ¿Y si no lo alcanzamos? El dinero ya no me va a ajustar.
Total que le fui rezando hasta a san Metlac para llegar a tiempo. Pero no. Mientras bajábamos la última ladera, antes de llegar al puerto, pude divisar el negro gusano que avanzaba sobre sus rieles rumbo a una dirección que yo presentía era el sur.
-¿Será ese el tren que va para el Istmo?- inquirí al vecino de asiento.
-Sí, señor, ése es. Por qué- dijo como queriendo iniciar plática.
-No, por nada- fue mi respuesta única. Quise hundirme en la butaca, pero no se pudo, era de madera.
Apenas se detuvo la máquina eché a correr hacia la taquilla con el fin de tener noticias acerca del tren para Juchitán. Ah, el que va para Tapachula – me explicó un señor gordo, parado detrás de la rejilla-. Es el que acaba de salir.
-Y cuál es el próximo- pregunté neciamente, pues ya me sabía la contestación.
-Mañana a las doce ¿quiere un boleto? Sí, le dije resignadamente. Luego de pagar me di cuenta de mi lamentable situación económica. Haciendo números, apenas y podría comprar un refresco y un pan para la comida. Al anochecer podría tal vez tomar un café con pan. A la mañana siguiente podría comprarme otro refresco y otro pan, antes de llegar a casa. Tal era el escenario. Fueron las veinticuatro horas más largas de mi vida, hasta ahora.
Me puse la mochila a la espalda, dispuse una ejercitante caminata por las cercanías de la estación, más de inmediato me corregí. ¿Y si me da hambre? ¿y si me da sed? Como un Robinsón espantado ante la solitariedad de la isla bajé el bulto para poder acomodarme en una banca. Tal como estaba programado, consumí mis sagrados alimentos. Con la noche llegó a mí con mayor soltura y diafanidad el aroma del mar, ya sin el tráfago diurno. Imaginé a lo lejos el Castillo de San Juan de Ulúa, visitado en mi niñez, Isla de sacrificios, el malecón, La parroquia y su incesante tintineo de cucharas llamando al mesero para el café con leche, los jarochos danzoneando en algún lugar. Con la felicidad instalada en la memoria me alcanzó el mundo de los sueños.
Cuando el barullo de la estación veracruzana me despertó al amanecer, revisé mi emergente plan de viaje al tiempo que miraba con desconsuelo las monedas sobrantes, un dinerillo que me permitió tomarme la soda más fría del mundo, regiamente acompañada con unos gansitos bien helados.
Una vez que llegó el tren al mediodía y partimos, con la rapidez recién aprendida me instalé en un asiento, lo más relajadamente posible y cerré los ojos.
No los volví a abrir hasta que trece horas más tarde el garrotero anunció con una voz mágica: ¡Juchitán! Un hambre feroz se apoderó de mi cuerpo, como si se hubieran aposentado en mi panza veinte mil perros.
Santo remedio. Nunca más viajé por tren.

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Cultura

Juana Hernández López: La Voz de la Mixteca que resuena en la Guelaguetza 2024

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Una vida de lucha y dedicación que une fronteras y preserva la riqueza cultural de su comunidad

Oaxaca de Juárez, Oaxaca.- (Cortamortaja) 22 de Junio de 2024.- En el corazón de la Guelaguetza, la festividad más emblemática de Oaxaca, ha emergido una figura que encarna la resistencia, el amor por la cultura y la dedicación incansable a su comunidad. Juana Hernández López, originaria de Santiago Juxtlahuaca, ha sido coronada como la Diosa Centéotl 2024, una distinción que celebra no solo su belleza y carisma, sino también su extraordinaria trayectoria y compromiso social. Hoy, en un momento aún más significativo, Juana celebra su 65 cumpleaños, un detalle que añade más emoción y significado a su historia de vida.

Juana no es solo una docente de español e historia; es una narradora de la realidad y una guerrera por la justicia educativa. Su camino ha estado marcado por la adversidad y la migración, habiendo tenido que dejar su amado Juxtlahuaca para buscar oportunidades en Estados Unidos. Esta experiencia no la quebrantó, sino que la fortaleció, convirtiéndola en una voz poderosa para la comunidad migrante mixteca.

En Fresno, California, Juana tomó las riendas de Radio Bilingüe, entendiendo que cuando los migrantes cruzan las fronteras, llevan consigo más que pertenencias; llevan su lengua, su cultura y su identidad. Desde los micrófonos de la radio, Juana se convirtió en un faro para aquellos que añoraban su tierra, ofreciendo no solo información y compañía, sino un puente que conectaba corazones divididos por la distancia.

El regreso de Juana a Juxtlahuaca no fue un retorno a la comodidad, sino una extensión de su misión. Desde 2019, ha dirigido un programa en XETLA, La Voz de la Mixteca, donde comparte su lengua materna, las tradiciones ancestrales y las historias de la comunidad migrante. A través de las ondas radiales, sigue tejiendo la trama de su cultura, manteniéndola viva y vibrante.

Juana Hernández López no solo representa a las mujeres de su comunidad; representa a todas aquellas personas que han tenido que abandonar su hogar en busca de un futuro mejor. Su historia es un testimonio de resiliencia y pasión, un recordatorio de que la cultura es un tesoro que nos sigue, nos define y nos une, sin importar cuán lejos estemos de nuestro lugar de origen.

Hoy, como Diosa Centéotl y celebrando sus 65 años, Juana ilumina la Guelaguetza con su presencia y su historia, una luz de esperanza y fortaleza para todos aquellos que, como ella, creen en el poder transformador de la educación y la cultura.

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Cuentos y dichos del niño y el adulto zapoteca espinaleño

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Profesor Luis Castillejos Fuentes / Libro El Espinal: génesis, historia y tradición / Foto: Internet

El terror a la muerte es la base del animismo primitivo de los zapotecas y los niños de antaño, mezcla resultante en alguna forma de este grupo étnico, traen consigo esta mentalidad que tiende a manifestarse en su vida cotidiana. La oscuridad de la noche era propicia para que, sentados sobre un pequeño montículo de arena fresca de río, la chamacada contara historias  sobre fantasmas: “Guenda ruchibi”. Unas veces las oían en voz de los “viejos”, otras de  algún niño que con buena memoria se las transmitía. Se hablaba del bidxaa, espíritu de alguien que se creencia le atribuye madad, que se hace presente o no, deambula en lo oscuro provocando ruidos y gritos extraños imitando la expresión gutural de algún animal. El “sombrerote,” personaje vestido elegantemente y “con mucha plata” para ofrecerla al incauto que cae en su seducción y dominio, convertirlo en su vasallo y llevarlo a vivir lejos, en la cumbre de una montaña o en alguna cueva para en un momento dado hacer el “mal” a otros, pues supónese que tiene pacto con el diablo, binidxaba. Se Cuenta también la historia de “la llorona”, mujer vestida de una blanca y sudada manta que gime desgarradoramente, ya que de esta forma expresa que su alma en pena vaga hasta que algo pendiente que ella dejó en el mundo de los vivos se vea realizado. Todos, “entes” imaginarios, pero eso sí con la creencia de ser portadores del mal y en la charla se da como si lo que se expone fuera una realidad, que aunque provoque miedo,  se torna, interesante para la mente infantil.

En el ambiente de pueblo, todo mundo se conoce, se respeta y se saluda. Y no falta alguien peculiar en su modo de ser, que lo hace distinto del otro, ya sea por poseer  congénito o adquirido algún vicio, cualidad, virtud, etc., sea por defecto físico o por algún hábito fuera de lo común que despierta curiosidad, gracia, burla, admiración y risa en niños y adultos. Este tipo de personaje se hace “relevante”, queda su dicho y su hecho para el comentario grato: Tá Llanque Castillejos “Chiquito”, empedernido tomador de mezcal, su saludo es un grito desgarrado y su gracia colocar un cigarrillo de hojas sobre sus pobladísimas cejas y exhibirse, “zou náa la o zahua lii” ese era su dicho habitual,  José “Huipa” ex-soldado de leva en la revolución, donde alcanzó el grado de cabo, traumado por lo que sufrió en sus andanzas y de mal comer en la brega, después de ingerir “anisado” marchaba solo por las calles haciendo ademanes con saludo militar. Genaro Clímaco, Naro Lele por sus largas extremidades inferiores, semejando al alcaraván, con unas copas que impactaban su cerebro le daba por filosofar: “si tu mal no tiene remedio, porqué sufres y si tu mal tiene remedio también porqué sufres” solía decir con cierta visión premonitoria hacia lo que en la vida es bueno o es malo. Ta Rafé Lluvi, músico por afición y por su adicción al “trago” ya no lo contrataban, de un instinto vivaz, con un papel u hoja verde de lambimbo sobre un peine, de su ronco pecho entonaba melodías para que algún parroquiano le obsequiara una copa y después a su “banquete” que era residuo de tortilla y sobras de comida que con los cerdos compartía en una canoa de madera. Y Tá Rafé aguantó más de un siglo a pesar de esa “vida”. Erasmo Toledo perspicaz y agudo charlador, su plática amena y entretenida despertaba interés y sus frases quedan: Naa Tá Llamo. Xi tal xa llac, le dice un amigo a otro, zaquezi naa marínu. ¿Cómo estás? es la pregunta y la respuesta, es “como siempre”, aunque hayan pasado varios años, hasta los 81, que ya pesaban sobre el cuerpo de Beto Marinu y que por lo mismo no podía conservarse igual, y tiempo después fue hallado muerto en un basurero.

 En las fiestas patrias, la noche del grito y el desfile obligado del l6 de septiembre, con la tabla calisténica organizada por el profesor Bruno Escobar Fuentes, acto muy concurrido porque era de regocijo para la gente del pueblo. Era especie de fiesta popular. Al terminar  el acto literario y el presidente municipal en turno de dar “el grito”, la concurrencia abandonaba el escenario. Quedaban algunos, ya “encopetados”, que a la voz de tribuna libre arengaban a la multitud: Ta Queño Cueto ngüí, Pedro Ché Vale, José “Huipa” y otros, lo hacían habitualmente, sus dichos incoherentes y burlones sobre algún hecho que la autoridad hacía mal, provocaba risas entre los espectadores para luego abandonar el lugar hasta el amanecer.      

Allá por los años cuarenta, antes de abrirse la carretera internacional, mercaderes oaxaqueños, “vallistos”, pasaban por Espinal, estancia de descanso después de un largo peregrinar. Cargaban sobre sus espaldas gruesas y pesadas pacas de pescado seco de san Mateo del Mar para llevar a Oaxaca. Tenían que cruzar en el trayecto la sierra de Guevea y Escuintepec y bajar a Mitla. En algún corredor de casa grande, estancia descansaban y los niños por curiosidad se asomaban y los rodeaban para hacerles picardía, robar algo de su mercancía mientras dormían y reírse de su indumentaria y de su menudo pero macizo cuerpo, al mismo tiempo, admirar su resistencia.

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El apodo para diferenciar al común ciudadano o simplemente para distinguirlo de otro, es de uso común  en los pueblos zapotecas, Al sustantivo se le acompaña con un adjetivo para la fácil identificación: así se dice de Luis “nanchi”, Luis “niño”, Luis “valor”, Luis “guitu”, de José; ché “cuachi”, ché “benda”, ché “bachana”, ché “tita”, ché “huabi”, ché “mistu”, de Antonio; Toño “morral”, Toño “músico”, Toño “neta”, Toño “llúu”, etc.

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